martes, 15 de febrero de 2022

ESA BOCA (Mario Benedetti)



 Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él. A él, que no iba al circo porque su padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más dificil soportar su curiosidad.
Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: -¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?
A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: -No quiero que veas a los trapecistas. En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas.
-¿Y si me fuera cuando empieza ese número
-Bueno - contestó el padre. -así, sí.
La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco.
Él esperaba a los payasos.
Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta.
Pero él esperaba a los payasos.
Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron —ahora sí— los payasos.
Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aún de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido, la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo! Como sus hermanos y los compañeros del colegio! Pero sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada.
-¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?
Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

domingo, 30 de enero de 2022

UN TRUCO DE LA GALERA


 

Cansado ya de su vida en la Ciudad de Oro,
Un dia decidió marcharse en silencio, sin avisar a nadie.
Atrás habían quedado las torres de su ciudad, esas que habia conocido cuando niño.
Y se fue solo, con su sueño detrás, el que habia alimentado durante toda su vida.
Se abrió paso por el vasto camino hacia las afueras de su pueblo, cruzando sus puertas,
Buscando a alguien con quien compartir su vida.
Aunque no sabía que eso era imposible:
Todo el mundo allá afuera lo contemplaba con extrañeza!
Lloró cuando fue arrastrado y metido en una jaula con un letrero de madera, "BESTIA QUE PUEDE HABLAR" se leía en él.
Esas extrañas criaturas empujaban la jaula, golpeaban sus barrotes, exigiéndole a viva voz que volviera a contar su historia, una y otra vez,
Aunque siempre fuera cuestionada.
Pero pronto se aburrieron de su presa.
"Una bestia que puede hablar?" decían.
"Que es esto, una rareza o un simple ardid publicitario?"
Una noche, decidido, rompió la puerta de su jaula y escapó.
Mientras se alejaba, tomó por el pescuezo a una de las extrañas criaturas, 
Y mirándolo fijamente a los ojos, señaló al horizonte, diciéndole:
"Allí, mas allá de los confines de tu débil y limitada imaginación humana, 
Descansan, deslumbrantes, las nobles torres de mi Ciudad de Oro."
"Déjame llevarte conmigo. Te voy a enseñar muchas historias vivientes."
"Deja que te muestre a otros seres como yo, y te contaré el por qué de mi travesía. Verás que no querrás irte jamás..."
Y así empredieron nuevo viaje juntos, la criatura humana con la bestia que puede hablar,
El primero, contemplando los cuernos y la cola de éste último,
Y escuchando la loca descripción de lo que era su hogar.
Luego de muchos dias de viaje, llegaron a la cima de un monte,
Donde la bestia miraba con desesperación a todos lados, aullando y llorando.
Trató de calmarse, intentando aguzar su visión,
Cuando creyó divisar la cúpula de un capitolio, por supuesto, hecha de oro... Pero no.
Sólo era una ilusión óptica.
Eso era todo...
Volteó para observar a su compañero, pero la criatura humana había huído.
Estaba solo.
Entonces, bajó la colina muy lentamente,
Restregando las lágrimas de sus cansados ojos.
Imaginando relatar a sus pares lo vivido:
"Ellos no tienen cuernos, ni tienen cola. Y no saben de nuestra existencia!"
¿Estaba equivocado al creer en una ciudad de oro, que se extiende en la lejanía?
Y lloró...
Y una voz muy familiar interrumpió sus pensamientos:
"Hola, amigo. Bienvenido a casa..."